Bienvenid@s al blog del Ateneo Libertario Genaro Seguido.

Hoy puede que no sea necesario enseñar a leer y escribir pero el objetivo principal del Ateneo Libertario es el mismo: dotar a los individuos de las herramientas necesarias para entender e interpretar la realidad, de cultivar el librepensamiento sin ataduras. Frente a la ausencia total de información de antaño, la saturación de información, en gran parte manipulada, de hogaño. Diferentes tácticas del poder para mantenernos dóciles e ignorantes a las cuales se enfrenta directamente el Ateneo Libertario. Así pues consideramos a los Ateneos como un instrumento para la difusión y el análisis crítico y debate de las ideas libertarias; una herramienta para la formación integra de las personas que dota de los útiles necesarios para la reflexión y el conocimiento que desenmascaré al poder y su estrategia adormecedora que impide nuestro desarrollo como personas libres. Por ello, desde el principio pensamos orientar nuestras actividades hacia los barrios y no solamente hacia los círculos libertarios, aprendiendo y enseñando la autogestión, fomentando un movimiento cultural de creatividad y de rebeldía al margen del sistema capitalista y autoritario establecido.

10 ene 2012

Actos del mes de enero

Actividades del ateneo libertario Genaro Seguido para este mes de enero. Como véis vamos de tournèe por varias temáticas y formas de manifestarse: vídeo, música y cómo no el debate que procuramos realizar al menos una vez al mes, para que nuestras neuronas al patinar tengan límites claros donde rebotar.

Sábado 14: Debate "Estado y represión"
Viernes 20: Proyección de cortos sociales
Viernes 27: Audioforum


Todos se realizarán a las 19.00h
en el local de la CNT Toledo
C/ Río Valdeyernos, 4
(Barrio del Polígono) Toledo

Salud y libertad


SEMBLANTE OSCURO Juanma Ruiz Suárez

(Relato seleccionado en el I Certamen Literario del Ateneo Libertario Genaro Seguido)



Los párpados de Reyes vibraban por causa del movimiento de sus pupilas en plena fase REM, hasta que sin previo aviso su sueño fue interrumpido de forma abrupta. Sus ojos se abrieron de golpe, con violencia desmedida, y un frío repentino trepó por su espina dorsal para hacer castañetear todas sus vértebras.

Una vez de regreso a la cotidianeidad, se concentró en la tarea de averiguar dónde se hallaba, alerta a cualquier anomalía que pudiese suponer una amenaza para su seguridad. Ante la duda, optó por una prudente inmovilidad, y tumbada en la cama procuraba no delatarse, suponía que si se mantenía inmóvil, nadie podría localizarla. Realmente no tenía idea de cuál era el motivo de su angustia, pero se trataba aquella de una sensación lo bastante intensa como para no estar por la labor de a bajar la guardia.

Sus ojos saltaban de un lado a otro, intentando vislumbrar el más mínimo detalle que le sirviese de ayuda para poder ubicarse. Por fin, de entre las sombras de la noche consiguió reconocer la silueta de su armario, de su mesa de trabajo, así como de todo el mobiliario que poblaba en relativo desorden su habitación. Se tranquilizó. Comprendió que en realidad no se encontraba en peligro. Poco a poco fue aceptando la evidencia de que había sido víctima de una simple pesadilla.

Ya con los nervios bajo control, se permitió el lujo de distender sus miembros, relajó sus brazos y piernas, y se estiró para alivio de sus anquilosadas articulaciones… hasta que topó con algo a su lado. Hubo de esforzarse para sofocar un grito y replegó de inmediato su brazo derecho. Al cabo de un instante recordó que el bulto que reposaba junto a ella no debía ser considerado precisamente como algo, sino como alguien: a su lado, emitiendo unos suaves ronquidos camuflados de respiración fuerte, dormía Vicente, que había insistido en quedarse con ella esa noche.

Se concedió unos segundos para observar el perfil, ennegrecido por la oscuridad, de aquel embaucador sibilino, aquel impresentable que no solo había entrado en su vida sin llamar ni pagar peaje, sino que además se había instalado en ella como si se tratase de su entorno natural. Cuando Reyes acondicionó un pequeño hueco en su corazón para darle cobijo, no podía imaginar que él lo acapararía hasta su último resquicio.

Era encantador, de eso no le cabía la menor duda, pero se encontraba sin embargo en las antípodas de su prototipo de hombre ideal. Su cara poseía una buena porción de armonía no exenta de belleza a pesar de su nariz, una nariz extraña esculpida en dos tiempos, cuyo perfil rompía su descenso de manera repentina para formar una especie de descansillo hacia afuera antes de continuar su camino; su cuerpo era delgado y fibroso, sin nada digno de despreciar y con algún que otro atributo que ella agradecía sobremanera; su intelecto no le desmerecía, y su simpatía era la resultante de ingentes bocanadas de aire fresco, con lo que sin duda conformaba un conjunto de lo más apetecible. Sin embargo, ante los ojos de Reyes se erigía con tal torpeza y una ingenuidad tan supina, que lo único que lograba despertar en ella eran sus aletargados instintos maternales, con lo que a la postre su relación se había convertido en el caso más incestuoso que ella misma era capaz de imaginar desde los tiempos de Edipo.

No obstante, y a pesar de que Vicente se trataba de una figura más necesitada de protección que predispuesta a proteger, le agradeció con un beso su compañía. Su presencia a su lado la aliviaba y reconfortaba. Quizá aquella fuese la primera ocasión, desde que sus caminos tuvieron la absurda ocurrencia de cruzarse, en la que él podía ocupar en su vida un lugar de cierto privilegio, creciendo ante sus ojos, pasando de repente a la edad adulta.

Se abrazó a él para que le transfiriera un poco del calor que irradiaba en abundancia, y así aferrada se dispuso a rememorar la pesadilla que había logrado franquear sus defensas.

Los fotogramas de aquel mal sueño se le escurrían entre los dedos de la memoria. Las imágenes se resistían a abandonar el universo onírico, y parecían burlarse de ella, escondiéndose en los más inaccesibles recovecos, huyendo en desesperada carrera hasta perderse entre los senderos del recuerdo, cobijándose entre los bosques del olvido. Así, en primera instancia solo era capaz de atrapar algunos retazos de lo que había conformado la pesadilla: sensaciones generales. Estaba segura de la existencia en ella de cadenas y violencia, de dolor y odio, de estupidez e intolerancia… Pero los detalles continuaban siendo fogonazos sin consistencia que no lograba asir, agrupar, dar forma.

Por fin, como un espectro que surge del éter, recuperó la imagen de un joven alto, esbelto y apuesto, de cabellera morena y piel oscura, vestido con fino pantalón marrón y camisola blanca, calzado con unas sandalias y cargado con una pequeña mochila remendada con parches. Comprometido, contento, despreocupado. Caminaba tranquilo por una calle anónima, con una sonrisa encuadrada con naturalidad en los labios. Una imagen fue arrastrando a la siguiente y, como fichas de dominó que fueran cayendo, recordó también cómo alguien se cruzó en su camino.

Se trataba este de otro joven, pero con menos aspecto de tal: mucho más gordo que el primero, su rostro era un amasijo de carne superpuesta, una abultada cara de viejo. El pelo lo llevaba trasquilado, vestía con una raída chaqueta de cuero y sucios pantalones vaqueros, sus pies iban enfundados en botas militares y sus manos en guantes tachonados de remaches. Si bien su aspecto no resultaba halagüeño, su gesto ofrecía aún menos garantías, sus ojos miraban con desprecio y su mueca se crispaba por la furia, su cara estaba teñida por una iracunda tonalidad roja. No venía solo. Le acompañaban cuatro especímenes iguales a él. Distintas facciones, distintas corpulencias, distintos atuendos, pero iguales al fin y al cabo.

Pudo recrear con especial intensidad el gesto de miedo del chico moreno, pudo sentir incluso la dosis de adrenalina inyectada por sus glándulas suprarrenales al flujo sanguíneo, un torrente paulatinamente acelerado por un corazón de apremiante bombeo. No conocía a aquellos individuos, pero sí conocía la naturaleza de sus intenciones. Era la primera vez que se cruzaba con ellos, pero sabía qué pretendían.

Recobró por fin la escena mejor atesorada por su memoria, la que su subconsciente no deseaba ceder bajo ningún concepto. Los cabezas rapadas insultaban al pacífico joven, le llamaban hippie asqueroso, negrata de mierda, moro hijo de puta y un largo, dilatado, repugnante etcétera. Ante la falta de respuesta, las agresiones verbales dieron paso a las físicas; primero fueron los empujones, después los golpes secos en no importaba dónde. Al supuesto inmigrante le era imposible defenderse, le superaban en número y él no iba preparado para una batalla. Sus adversarios sí. Los cabeza rapadas portaban cadenas y navajas, algún bate de béisbol: objetos mortales a las órdenes de cráneos huecos.

Al joven magrebí le era imposible huir. La lucha distaba de ser ecuánime. Solo le quedaba la esperanza de soportar la paliza.

Su nariz fue la primera en sangrar, su labio inferior también fue roto, sus abdominales apenas fueron defensa contra patadas de botas con punteras de acero, un corte en un costado derecho casi lo mata, y una última patada en la cabeza acabó por dejarlo sin sentido.

-Reyes, ¿qué te pasa? -inconscientemente, al revivir la pesadilla había ido aferrando a Vicente con cada vez más fuerza, en un in crescendo que acabó por despertarle.

-Nada, nada -mintió.

Reyes no se caracterizaba por compartir gustosa sus miserias, acostumbraba a interiorizar sus problemas, sumiéndose en un mutismo que exacerbaba a familia, amantes y amigos. Por otra parte, se sentía obligada a no mostrar resquicio alguno de debilidad ante Vicente: desde su punto de vista, el único motor que insuflaba movimiento a la relación entre ellos consistía en la asimetría definida entre ambos, donde ella asumía el rol del pilar más firme, aquel sobre el que se sustentaba el peso de la pareja, una posición que no le permitía flaquear.

Vicente encendió la lamparilla de la mesita de noche y, una vez se hubieron habituado sus pupilas al impacto de la luz, pudo observar una faceta de su amante que lo desconcertó. Aquella mujer que desde que la conoció no había dejado aflorar flaqueza alguna, se mostraba ahora vulnerable y temerosa. Su tez había palidecido hasta darle cierto aspecto enfermizo, el entrecejo lo mantenía fruncido, sus ojos se hallaban anegados, brillaban y destellaban en un vano intento de competir con la luz de la lámpara, se humedecía constantemente los labios, y dos regueros de lágrimas surcaban sus sienes para acabar siendo enjugadas por el cabello. En su gesto se entremezclaban el temor y el desconcierto, fiel retrato de lo que acontecía en su alma.

-¿Qué te pasa? -repitió Vicente mientras la atraía hacia sí; Reyes se dejó llevar y su cabeza acabó apoyada sobre el pecho de él, ajena a la incomodidad de un vello inexistente.

-Nada -reiteró también ella con voz ahogada-, una pesadilla estúpida.

-¿Me la quieres contar?

-¿Quieres que te la cuente?

-Por supuesto -y besó su cabello para aseverar su total entrega.

Reyes tragó saliva y se sorbió los mocos antes de comenzar a narrar la versión reducida de su pesadilla.

-De acuerdo… A ver por dónde empiezo… En mi sueño había un chico que debía ser moro o algo así. O no. Bueno, no sé, la verdad, pero desde luego no se trataba del arquetipo de raza aria, no sé si me explico. Pues resulta que iba el pobre hombre tan feliz por la calle y de repente le rodearon cinco cabezas rapadas, de esos que tienen el cociente intelectual de un gusano imbécil. Le rodearon, comenzaron a insultarle, a empujarle, y al final le dieron una paliza brutal que casi lo matan… o bueno, no sé, pueden que terminaran por matarle, porque por fortuna me desperté a tiempo.

Desde la posición en la que se encontraba, a Vicente le era imposible obtener una perspectiva de su cara, pero en su pecho lampiño podía notar humedad, las lágrimas parecían seguir manando de forma copiosa. Su voz sonaba sin embargo más serena, la angustia de su garganta se diluía en su llanto. Sus brazos estrecharon el ahora frágil cuerpo de ella. Deseaba confortarla, hacerle comprender que siempre podía contar con él, con lo que decidió desviar la conversación, alejarla de la violencia que la atemorizaba.

-¿Tú salías en la pesadilla?

-No… O bueno, quizá sí, creo que yo era el chico moro. O por lo menos era como si yo fuera él. No sé. Cuando me desperté, me sentía como si yo hubiera recibido la paliza. No es que me dolieran los golpes, por supuesto, pero sentía muchísimo miedo…

-Tranquila, mi amor -Vicente la arrullaba al tiempo que le hablaba con suma dulzura al oído-. Tú no eres ni mora ni negra, ni siquiera asiática o judía, a ti no te ocurriría nada si te encontraras con un grupo de cabezas rapadas. Puedes estar tranquila, cariño, a ti no tiene porqué pasarte nada.

En parte, Vicente había logrado su objetivo: Reyes ya no lloraba. Si lo sabía era porque se había incorporado y le miraba con asombro.

-Tú eres gilipollas.

-¿Pero qué he dicho?

Ella estaba furiosa, él perplejo.

-Pero gilipollas-gilipollas, vamos.

Contuvo por escasos momentos su primer impulso. Sentada en la cama, procuró calmar la furia que de otra forma hubiese descargado sin miramientos sobre Vicente; aquel comentario se le había antojado como lo más estúpido que jamás había tenido que soportar. Por fin, se levantó de la cama sin dirigir siquiera una última mirada a Vicente; se encaminó hacia la puerta y cubrió su cuerpo con el albornoz que colgaba de su parte interior.

-Yo me voy a duchar, tú te puedes ir yendo a la mierda.

Salió de la habitación sin darle opción a réplica y encaminó sus pasos hacia el cuarto de baño. Una vez bajo la ducha, abrió la llave del agua caliente, la del agua fría a continuación, y reguló ambas hasta que una mezcla de agradable temperatura comenzó a manar abundante de la alcachofa. El agua tibia ejercía la función de bálsamo para tonificar su cuerpo, y la fuerza con la que rociaba su piel hacía las veces de tosco masaje que, aun así, lograba relajar sus músculos. Fue una ducha larga que tardó en fructificar, las dotes curativas del agua caliente precisaron de más tiempo del habitual en surtir el efecto deseado, pero por fin el agarrotamiento general acabó abdicando.

Al salir del baño se sentía bastante menos huraña. Regresó a su habitación dubitativa, solo para comprobar lo que ya sospechaba: su cama estaba vacía. Vicente se había marchado. Una parte de ella se alegró por sentir recuperada una libertad que jamás debió haber legado en semejantes manos. Otra sintió lástima por él… y también por ella.

Tal como estaba, cubierta tan solo por el albornoz, con una cálida y confortable atmósfera de humedad sobre su piel, se echó en la cama. No necesitó taparse con las sábanas, el sueño la envolvió enseguida.

* * *

Un ruido infernal la arrancó del sueño en el que se hallaba mansamente sumergida. Se repitió por enésima vez que debía hacerse con un despertador menos beligerante, uno que la acunara con música antes de traerla de regreso a la desagradecida cotidianeidad.

Se levantó de mal humor. Y no solo por haber ingresado a la rutina diaria con la impresión de haber sido arrollada por la realidad, la pesadilla de la noche anterior y el súbito descubrimiento de que había estado compartiendo su cama con un idiota, habían colaborado en gran medida a mermar su estado de ánimo. Se miró al espejo y se deprimió aún más, inmersa como estaba en sus elucubraciones, se había olvidado de cepillar su cabello antes de quedarse dormida, con lo que su melena se encontraba enmarañada e impresentable. Emitió un suspiro primero, una moderada blasfemia después, para resignarse por último a emplear el tiempo que había ahorrado con la ducha nocturna en meter en vereda aquel exasperante matojo de pelos. Por fin, sin demasiadas expectativas puestas en el nuevo día, salió a prisa de su casa y se dirigió hacia la parada de tranvía más próxima.

Una voz con extraño acento detuvo su carrera.

-¡Eh!, muchacha.

Alguien trataba de llamar su atención. Giró la cabeza al tiempo que frenaba su inercia, buscó con la mirada a quien le hablaba y ¡allí estaba ÉL!, ¡el joven magrebí de su pesadilla! Vestía con otras ropas, pero su mochila era la misma y su rostro no dejaba lugar a dudas.

-¿Sí? -respondió.

-Se te cayó esto -se le acercaba blandiendo la cartera de Reyes en la mano. Más pendiente del joven que de su cartera, notó una leve cojera en su pierna izquierda.

-Muchas gracias -los ojos de Reyes escudriñaban impúdicos sus facciones, observando moretones negros en la ya oscura piel de su cara: si alguna vez recibió la paliza que ella había soñado, el tiempo había curado notablemente sus secuelas-. Nunca llevo demasiado dinero encima, pero siempre es un coñazo perder el carnet de identidad, y todos esos papeles que la policía te pide sólo cuando no los llevas encima. Bueno, ¿qué te voy a contar que tú no sepas?

Diecisiete milésimas de segundo después de haber terminado la frase, su intuición le comunicó que no se hallaba ante el auditorio más idóneo para una broma de esa índole. Acto seguido, sintió la imperiosa necesidad de resarcirse.

-Venga, te invito a un café para agradecértelo.

-No, no puedo -una sonrisa de disculpa y agradecimiento surgió con amplia generosidad en sus labios-. Lo siento, pero tengo un poco de prisa.

Sin apartar su mirada de la de ella, hizo un breve asentimiento con la cabeza y anduvo tres pasos de espaldas, después se apoyó sobre su pierna sana para dar media vuelta, y lo hizo con tanta gracia, que a Reyes no le hubiera sorprendido que lo hubiese estado ensayando durante toda su vida únicamente para lucirse ante ella. Embelesada, observó cómo se alejaba.

-Oye -le llamó, él obligó a su columna vertebral a un giro casi imposible-. Me alegro de que ya estés bien.

Él le sonrió sin comprender a qué se refería, le hizo un extraño gesto con la mano a modo de despedida y prosiguió su camino. Ella regresó a sus propios dilemas y continuó la carrera interrumpida. Le irritaba no haber podido entablar una conversación más larga con él, pero una mezcla de deseo y esperanza hacía aflorar en su cabeza la convicción de que en un futuro no demasiado lejano el destino se lo volvería a poner a tiro, y en esa ocasión no la despacharía tan fácilmente con un simple “lo siento, pero tengo un poco de prisa”.


CUIDADOS Elena Moreno Fernández

(Relato seleccionado en el I Certamen Literario del Ateneo Libertario Genaro Seguido)

-¡Madre! ¡Llévame contigo! ¡No me dejes aquí!

Este grito me despertó, como muchos otros días. Aturdida, me levanto de la cama; encajo esas pantuflas viejas que me regaló mi madre, que ella misma confeccionó con retales de telas viejas y suelas recicladas de las anteriores. ¡Qué mañosa que era!

Me acerco a la cama. Todavía sigue chillando.

- Tranquila, ya estoy aquí.

Me mira como despistada. Con la mirada perdida. Debe estar todavía medio dormida.

Las legañas no me dejan ver bien, veo la cara de Anita borrosa. Me suele pasar muchas veces.

Mi madre decía que las legañas te dicen si habías tenido un buen sueño o no. Cuantas más tienes, más bonito había sido.

Yo, la verdad, no suelo recordar nada, pero si me levantó un día así, me alegro que mis noches hayan sido mejores de lo que son mis días.

- Vaya, te has vuelto a hacer pipí. Bueno. Tranquila, mi vida; no pasa nada. Te daré un buen baño y te sentirás mucho mejor.

Paso la esponja por su blanca tez mientras ella chapotea en el agua.

Cuando yo era pequeña y nos bañábamos todas juntas. Mamá llenaba la bañera y nos metíamos a jugar hasta que las manos se nos arrugaban:

- ¡Eres una vieja! ¡Eres una vieja! – decía mi hermana.

- No, yo no soy una vieja– decía yo-. No voy a ser vieja. No me digáis eso.

Mis mejores momentos los recuerdo de niña. La novela después de la comida, reunía a todas las mujeres del patio, desde mayores a las pequeñas.

Cómo nos gustaba Julio Carlos, qué galán. Qué mala suerte tuvo con su novia, que se quedó embarazada de otro. Así que él tuvo que casarse con la hija del terrateniente vecino.

Al final, triunfaba el amor. Julio Carlos, era tan bueno, que perdonó a Melinda.

- ¡Qué bonito! ¡Eso si es amor!- decíamos todas.

- Sí, cuanto la quiere. – decía yo.

El final de todas las novelas era siempre igual. Al final el amor triunfa. La protagonista se termina casando con su príncipe azul. Tienen una casa enorme con muchos sirvientes que la cuidan mucho. El amor nunca acaba y se quieren eternamente.

Yo quería una vida como la de aquellas mujeres de la tele.

Como nos cuentan de niñas, un día encontré el hombre de mi vida (como si lo necesitáramos para poder respirar). Vecino de siempre, buen trabajador, buena persona. Continúa lo de siempre, los papeles que me dicen que tengo que tengo que cuidarlo y respetarlo hasta el fin de mis días.

- ¡Buena mujer te has echado, Carlos Julio! ¡Cómo te lleva de limpio! ¡Y qué bien cocina!

- Es lo suyo, por eso la quise para mí.

Trabajaba de ayudante de un dentista; me costó acostumbrarme al sarro y al olor del hueso raspado, pero aprendí mucho y me gustaba. El médico me enseño a distinguir corona y raíz, entre esmalte y dentina, entre proteccionismo e independencia. Promovía mi destreza, ayudaba al aumento de mis conocimientos sin esa suficiencia del que se cree que lo sabe todo.

Al adquirir mi condición de mujer casada, todo cambió. Lo que antes era motivo de orgullo para mi novio, era una carga para mi marido. No le gustaba que pasara tanto tiempo en el trabajo (pues mi jornada era larga). Tras muchas discusiones llegamos al acuerdo de que yo dejara el trabajo.

- Es lo mejor para tu matrimonio. - decía mi madre.

- Es lo que tiene que hacer una buena esposa.- decía mi prima.

- Es lo que tiene que hacer una buena mujer.- decían los amigos de mi marido.

- Es lo que tienes que hacer por mí.- decía mi marido.

De ahí a los embarazos, al cuidado de la casa, al cuidado del marido, al cuidado de la suegra, al cuidado de los niños...

Por supuesto, estas labores no me excluían de realizar otros trabajos. Mi marido, agricultor, no pasaba por una buena racha. Plagas y sequías dieron al traste con varias cosechas. Hasta que llegó Don Santo.

Nos regalaron semillas muy buenas; resistían a ciertas plagas y con ellas logramos buenos resultados. Durante unos años nos surtían de las semillas o nos las ponían a buen precio.

Varios años después, el coste subió; ya no nos la regalaban y no podíamos sacarlas nosotros; nos amenazaron con una denuncia si usábamos algo que les pertenecía, o sea, ese tipo de semillas.

- Un hombre sin trabajo, no es un hombre. – decía mi madre. -No es bueno que esté parado.

Viendo que la situación no cambiaba, llegamos al acuerdo de buscar trabajo en otro sitio. Mis empeños por volver a mi antigua profesión no gustaron a Carlos Julio.

- No volverás con ese hombre. No me gustaba como te miraba. – decía.

El trabajo lo encontró lejos. Dejamos la familia, los niños y partimos buscando oportunidades, sobre todo para él.

El agua empieza a enfriarse y Anita no quiere salir.

- Vamos, salgamos del baño que tus manos se están agrietando.

- ¡Oh, no! Déjame un poco más.

Envuelta en una toalla, la seco despacio. Su piel es fina y deja ver sus débiles venas azuladas. Cojo el cepillo y lo paso por su pelo. Cada vez que baja, unos cuantos se quedan enganchados.

- A este paso, Anita, te vamos a tener que comprar una peluca.

- Pues vale, me gustan. Pero una de color naranja. Me gustaría ser pelirroja.

- Vale. ¿Pero larga o corta?

- Me gusta el pelo largo, para poder hacerme trenzas. – me dice tocándose el pelo.

- ¡Como Pipi Calzaslargas, eh!

- Sí, jajaja... que niña tan simpática. Hacía lo que quería. Yo nunca puedo hacer lo que quiero.

- Porque no siempre podemos hacer lo que queremos.

Tras un paseo en el parque, y los malos ratos de la comida (no le gusta nada de lo que le cocino), nos sentamos a ver la novela.

Es curioso, pero por mucho que pase el tiempo, siempre hay un galán en ellas, aunque ahora tienen coches de lujo en vez de veloces caballos.

- ¡Qué buena es esa mujer! ¡Y qué guapa! – dice Anita.

Nuestra vida aquí no empezó nada mal para mi marido. Con mucha suerte, encontró trabajo en la construcción. Llegó a ser capataz por el gran esfuerzo que ponía y las muchas horas que realizaba.

Sin tener título, no pude encontrar ningún dentista que me quisiera. Mi edad, mi origen, se añadieron a los inconvenientes.

- Tú sabes hacer otras cosas.- decía mi madre.- Ya sabes que yo te eduqué en muchas labores y las has realizado muy bien.

- Busca de cocinera, que tú lo haces muy bien. También puedes coser, limpiar, cuidar... - decía mi marido.

Adiós a mis sueños de niña. Adiós a ese mundo de telenovela que veía de niña. Adiós a todos los cuentos que me contaban de pequeña.

La historia no cambia. Se repite en distintos sitios, época o personas. La mía es similar a la de muchas mujeres pasadas y futuras.

El sol cae y es hora de irse a la cama. Como siempre, Anita, no quiere irse.

- No quiero acostarme.

- Pero ya es la hora, siempre igual, que paciencia.

Espero que hoy duerma mejor. Lleva unas noches que no me deja dormir. Su alzhéimer avanza deprisa. Este trabajo es agotador, estoy cansada...

- Doña Anita, que descanse.- le susurro al oído.

- Gracias, hija. Tú sí que me sabes cuidar.

DOS PUERTAS Daniel Díaz Arroyo

(Relato seleccionado en el I Certamen Literario del Ateneo Libertario Genaro Seguido)

Con el susto aún en el cuerpo, Pedro subió de tres en tres los escalones que conducían a la redacción. Sofocado, sudoroso, con la camisa rasgada y la cámara fotográfica en mano todavía. Durante el trayecto desde el lugar de los disturbios, el, hasta hoy siempre defensor de los cuerpos policiales, no daba crédito a lo que sus ojos habían visto. “No puede ser, no puede ser”, se repetía. Fogonazos de bolas silbando, niños y ancianos llorando de pánico en portales y comercios, porrazos, sangre, sudor y carreras, arbitrariedad absoluta a la hora de cargar, provocación policial, esa sensación de irrealidad que tienen las situaciones de extrema tensión. En sus escasos diez meses en el periódico, en su primera cobertura de una manifestación anti-crisis, se había encontrado por primera vez cara a cara con la violencia del sistema. Ni en tan corta trayectoria laboral como periodista gráfico, ni en sus años de adolescencia y universidad había acudido a una manifestación o protesta. Siempre había cumplido con lo que se le supone a un buen y pacífico ciudadano, nunca una voz más alta que otra, encaminando siempre su rebeldía juvenil hacia lo comúnmente aceptado. Un pequeño tatuaje, el consumo de drogas blandas y la asistencia a conciertos de rock y botellones varios. Hoy había cruzado una puerta. Esto era otro mundo. Y lo tenía en su cámara.

Jadeante, alcanzó el picaporte de la oficina y comprobó como su mano goteaba sangre. Su sangre. El hilillo, de un bermellón oscuro, ascendía por su manga y partía de su nuca. El porrazo recibido. Y Pedro lo recuerda. Recuerda que, mientras fotografía como cinco números de la policía aporrean sin compasión a dos jovencitas tiradas en el suelo, indefensas, ve por el rabillo del ojo como se acerca ese armario ropero, enfundado de azul y embozado. Recuerda como le grita y amenaza: “Eh, tú!, puto cabrón, ya puedes ir soltando la cámara o te abro tu puta cabeza!”. Recuerda sus balbuceantes palabras alegando su condición de periodista y la libre información. “Te voy a dar libertad yo a ti, rojo maricón!!”. Y el latigazo que sintió tras la oreja, ahora punzante tras olvidarlo ahogado en un mar de adrenalina e instintos de supervivencia. Recuerda como cayó a plomo sobre la acera y cómo, borroso, el armario ropero se acercaba para rematar la faena “defensa” en ristre. Entonces aparecieron. Tres o cuatro sombras negras, rápidas y furiosas. Alguien empuja al policía, que pierde el equilibrio, lejos de Pedro. El resto lo alza en volandas y, visto y no visto, lo alejan del peligro. Pedro, desorientado, adivina a otro grupo vociferante que lanza objetos para cubrir la retirada. Asfixiado por las nauseas y el humo que lo cubre todo, escucha a una de las sombras: “Te encuentras bien?”. “Más o menos”. “Si te ves mal, avisa a alguna ambulancia, están por todas partes. Ahora búscate la vida, tío, y procura que esto se sepa”. Las últimas palabras, Pedro las escuchó alejándose, mientras recuperaba el resuello apoyado en el escaparate pintarrajeado de un McDonald. Pedro recuerda como comprobó que su cámara continuaba intacta, que disponía de bastante material, cómo protegió la Nikon dentro de su camisa ya que había perdido la bolsa, y con mucha precaución, abandonó rápidamente la zona, sin pensar siquiera en que alguien examinase su herida. Solo quería encerrarse en el cuarto oscuro.

“Ostias como viene el nuevo!, si parece un Eccehomo!”, bromeó uno de los redactores de deportes cuando el fotógrafo se planto tambaleante en el dintel de la puerta. Sin decir palabra y sin hacer caso a la avalancha de preguntas y retrancas que se le venía encima por parte de sus compañeros, Pedro se encaminó hacia el laboratorio, era un romántico de la película tradicional, y se encerró bajo llave. Lo primero es lo primero.

Salió del cuarto oscuro lívido, pero con una expresión resuelta en su cara. Sin vacilar, se acercó al despacho del redactor jefe del área de local, de nuevo sin hacer caso a las gilipolleces de sus compañeros. Esos mismos a los que despreciaba profundamente, harto de su desidia, de su vida acomodaticia en la redacción, de su falta de profesionalidad. Entró sin llamar, con un cierto aire peliculero se plantó ante la mesa de caoba de su jefe, arrojó haciendo ruido un buen número de fotos ante él y, apoyando los brazos abiertos e inclinándose sobre la oscura mesa, dijo: “Mire que buen material le he traído, jefe”. El redactor jefe le miró de arriba a abajo, despacio, le hizo un par de comentarios despectivos acerca de su mal aspecto y de el decoro en un periódico como ese, agarro las fotos con desgana y las echó un vistazo. Asintió con la cabeza, le echo unas cuantas miradas de aprobación profesional y le preguntó: “Serías capaz de escribir una crónica para acompañar estos positivos?”. Pedro asintió con ímpetu. El redactor jefe se levanto con las fotos en la mano y dijo “Venga Pedro, lo primero lávate un poco y relájate. Este material es cojonudo, le has echado un par de pelotas y además las fotos te han quedado de puta madre. Podemos hacer mucha pupa a la Delegación del Gobierno sacándolas a la luz. Voy a ver al director, luego hablamos”, mientras salían del despacho. Notó cierta actitud decaída, en el tono de voz y expresión del redactor jefe, cuando pronunció la palabra director.

Tras adecentarse un poco, Pedro calmó sus ánimos en el office de la redacción, tomó café y compartió opiniones con uno de los becarios de local. Una de las pocas personas, junto con el redactor jefe, a las que apreciaba y respetaba. Luego se encaminó a su mesa y esperó la llamada del director. Fantaseó con una situación similar a la de Bernstein y Woodward y el Watergate. Una reunión en la cumbre con el Consejo de Redacción, apoyo total por parte de este, que la verdad reluzca, libertad absoluta para contar lo que ha visto. El sueño de todo periodista, vamos. La llamada se hacía esperar.

Pedro se encontraba en el laboratorio, seleccionando las mejores tomas, cuando llamaron a la puerta. “Chaval, en cinco minutos en mi despacho”, tronó la voz del redactor jefe. Cinco minutos después el fotógrafo se encontraba ante la misma puerta que había abierto antes con ansiedad. Esta vez llamó.

Al salir, Pedro se detuvo un momento frente a la puerta del director, tan cobarde, o señorito, que no se había dignado a decírselo a la cara. Apretó los puños y dio un paso adelante. Se detuvo, tragó bilis, agarró su cámara y salió de la redacción. Ya en la calle, volvió sobre sus pasos de aquella misma tarde. Los servicios de limpieza se afanaban en limpiar los desperfectos de los disturbios. Aquí no ha pasado nada. Comparó esa escena con lo que mañana publicaría su periódico. “No deja de ser una metáfora”, pensó. Labor de limpieza. Eso es lo que va a hacer su periódico. Limpiar la escena, la cara sucia del sistema, mientras que echas toneladas de basura escrita en letras de imprenta sobre las víctimas, los inocentes. “Tus fotos son muy buenas, sigue así”.... “ya nos encargamos nosotros, no te preocupes”.... ”Necesitamos todos los negativos para realizar una buena selección”....”lo redactará alguien que no haya estado tan implicado”....”no podemos permitir que los violentos, los radicales, se salgan con la suya”....”nosotros estamos comprometidos con las instituciones democráticas, no con el caos”....Palabras vacías, ni siquiera pronunciadas con fe por parte del redactor jefe. Palabras que, simplemente, ocultan otra: MENTIR. Pedro no había protestado, estupefacto, pero había aprendido una lección de todo aquello. Mientras encendía un cigarrillo, y contemplaba como un operario limpiaba machas de sangre, lo tuvo claro para próximas ocasiones. Dos cámaras, una para el periódico, para mantener el curro, para comer; la otra para contar la verdad, para cruzar otra puerta más, para comprometerse.

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