10 ene 2012

DOS PUERTAS Daniel Díaz Arroyo

(Relato seleccionado en el I Certamen Literario del Ateneo Libertario Genaro Seguido)

Con el susto aún en el cuerpo, Pedro subió de tres en tres los escalones que conducían a la redacción. Sofocado, sudoroso, con la camisa rasgada y la cámara fotográfica en mano todavía. Durante el trayecto desde el lugar de los disturbios, el, hasta hoy siempre defensor de los cuerpos policiales, no daba crédito a lo que sus ojos habían visto. “No puede ser, no puede ser”, se repetía. Fogonazos de bolas silbando, niños y ancianos llorando de pánico en portales y comercios, porrazos, sangre, sudor y carreras, arbitrariedad absoluta a la hora de cargar, provocación policial, esa sensación de irrealidad que tienen las situaciones de extrema tensión. En sus escasos diez meses en el periódico, en su primera cobertura de una manifestación anti-crisis, se había encontrado por primera vez cara a cara con la violencia del sistema. Ni en tan corta trayectoria laboral como periodista gráfico, ni en sus años de adolescencia y universidad había acudido a una manifestación o protesta. Siempre había cumplido con lo que se le supone a un buen y pacífico ciudadano, nunca una voz más alta que otra, encaminando siempre su rebeldía juvenil hacia lo comúnmente aceptado. Un pequeño tatuaje, el consumo de drogas blandas y la asistencia a conciertos de rock y botellones varios. Hoy había cruzado una puerta. Esto era otro mundo. Y lo tenía en su cámara.

Jadeante, alcanzó el picaporte de la oficina y comprobó como su mano goteaba sangre. Su sangre. El hilillo, de un bermellón oscuro, ascendía por su manga y partía de su nuca. El porrazo recibido. Y Pedro lo recuerda. Recuerda que, mientras fotografía como cinco números de la policía aporrean sin compasión a dos jovencitas tiradas en el suelo, indefensas, ve por el rabillo del ojo como se acerca ese armario ropero, enfundado de azul y embozado. Recuerda como le grita y amenaza: “Eh, tú!, puto cabrón, ya puedes ir soltando la cámara o te abro tu puta cabeza!”. Recuerda sus balbuceantes palabras alegando su condición de periodista y la libre información. “Te voy a dar libertad yo a ti, rojo maricón!!”. Y el latigazo que sintió tras la oreja, ahora punzante tras olvidarlo ahogado en un mar de adrenalina e instintos de supervivencia. Recuerda como cayó a plomo sobre la acera y cómo, borroso, el armario ropero se acercaba para rematar la faena “defensa” en ristre. Entonces aparecieron. Tres o cuatro sombras negras, rápidas y furiosas. Alguien empuja al policía, que pierde el equilibrio, lejos de Pedro. El resto lo alza en volandas y, visto y no visto, lo alejan del peligro. Pedro, desorientado, adivina a otro grupo vociferante que lanza objetos para cubrir la retirada. Asfixiado por las nauseas y el humo que lo cubre todo, escucha a una de las sombras: “Te encuentras bien?”. “Más o menos”. “Si te ves mal, avisa a alguna ambulancia, están por todas partes. Ahora búscate la vida, tío, y procura que esto se sepa”. Las últimas palabras, Pedro las escuchó alejándose, mientras recuperaba el resuello apoyado en el escaparate pintarrajeado de un McDonald. Pedro recuerda como comprobó que su cámara continuaba intacta, que disponía de bastante material, cómo protegió la Nikon dentro de su camisa ya que había perdido la bolsa, y con mucha precaución, abandonó rápidamente la zona, sin pensar siquiera en que alguien examinase su herida. Solo quería encerrarse en el cuarto oscuro.

“Ostias como viene el nuevo!, si parece un Eccehomo!”, bromeó uno de los redactores de deportes cuando el fotógrafo se planto tambaleante en el dintel de la puerta. Sin decir palabra y sin hacer caso a la avalancha de preguntas y retrancas que se le venía encima por parte de sus compañeros, Pedro se encaminó hacia el laboratorio, era un romántico de la película tradicional, y se encerró bajo llave. Lo primero es lo primero.

Salió del cuarto oscuro lívido, pero con una expresión resuelta en su cara. Sin vacilar, se acercó al despacho del redactor jefe del área de local, de nuevo sin hacer caso a las gilipolleces de sus compañeros. Esos mismos a los que despreciaba profundamente, harto de su desidia, de su vida acomodaticia en la redacción, de su falta de profesionalidad. Entró sin llamar, con un cierto aire peliculero se plantó ante la mesa de caoba de su jefe, arrojó haciendo ruido un buen número de fotos ante él y, apoyando los brazos abiertos e inclinándose sobre la oscura mesa, dijo: “Mire que buen material le he traído, jefe”. El redactor jefe le miró de arriba a abajo, despacio, le hizo un par de comentarios despectivos acerca de su mal aspecto y de el decoro en un periódico como ese, agarro las fotos con desgana y las echó un vistazo. Asintió con la cabeza, le echo unas cuantas miradas de aprobación profesional y le preguntó: “Serías capaz de escribir una crónica para acompañar estos positivos?”. Pedro asintió con ímpetu. El redactor jefe se levanto con las fotos en la mano y dijo “Venga Pedro, lo primero lávate un poco y relájate. Este material es cojonudo, le has echado un par de pelotas y además las fotos te han quedado de puta madre. Podemos hacer mucha pupa a la Delegación del Gobierno sacándolas a la luz. Voy a ver al director, luego hablamos”, mientras salían del despacho. Notó cierta actitud decaída, en el tono de voz y expresión del redactor jefe, cuando pronunció la palabra director.

Tras adecentarse un poco, Pedro calmó sus ánimos en el office de la redacción, tomó café y compartió opiniones con uno de los becarios de local. Una de las pocas personas, junto con el redactor jefe, a las que apreciaba y respetaba. Luego se encaminó a su mesa y esperó la llamada del director. Fantaseó con una situación similar a la de Bernstein y Woodward y el Watergate. Una reunión en la cumbre con el Consejo de Redacción, apoyo total por parte de este, que la verdad reluzca, libertad absoluta para contar lo que ha visto. El sueño de todo periodista, vamos. La llamada se hacía esperar.

Pedro se encontraba en el laboratorio, seleccionando las mejores tomas, cuando llamaron a la puerta. “Chaval, en cinco minutos en mi despacho”, tronó la voz del redactor jefe. Cinco minutos después el fotógrafo se encontraba ante la misma puerta que había abierto antes con ansiedad. Esta vez llamó.

Al salir, Pedro se detuvo un momento frente a la puerta del director, tan cobarde, o señorito, que no se había dignado a decírselo a la cara. Apretó los puños y dio un paso adelante. Se detuvo, tragó bilis, agarró su cámara y salió de la redacción. Ya en la calle, volvió sobre sus pasos de aquella misma tarde. Los servicios de limpieza se afanaban en limpiar los desperfectos de los disturbios. Aquí no ha pasado nada. Comparó esa escena con lo que mañana publicaría su periódico. “No deja de ser una metáfora”, pensó. Labor de limpieza. Eso es lo que va a hacer su periódico. Limpiar la escena, la cara sucia del sistema, mientras que echas toneladas de basura escrita en letras de imprenta sobre las víctimas, los inocentes. “Tus fotos son muy buenas, sigue así”.... “ya nos encargamos nosotros, no te preocupes”.... ”Necesitamos todos los negativos para realizar una buena selección”....”lo redactará alguien que no haya estado tan implicado”....”no podemos permitir que los violentos, los radicales, se salgan con la suya”....”nosotros estamos comprometidos con las instituciones democráticas, no con el caos”....Palabras vacías, ni siquiera pronunciadas con fe por parte del redactor jefe. Palabras que, simplemente, ocultan otra: MENTIR. Pedro no había protestado, estupefacto, pero había aprendido una lección de todo aquello. Mientras encendía un cigarrillo, y contemplaba como un operario limpiaba machas de sangre, lo tuvo claro para próximas ocasiones. Dos cámaras, una para el periódico, para mantener el curro, para comer; la otra para contar la verdad, para cruzar otra puerta más, para comprometerse.

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